Se sentó en otra mesa, con otros invitados, gente que conocía, aunque poco, pero no dejó de mirarla. Ella se presentaba como un símbolo de dolor, y de decadencia, era un ser lastimoso, a pesar de su tranquilidad y su sonrisa, porque todos las que la rodeaban sabían que iba a morir. La imaginó con un cabello largo y oscuro, y con un vestido brillante. Era bella a pesar de sus desdichas, pero estaba condenada.
De reojo, toda la noche la tuvo en su mirada. Pobrecita, iba a morir. No había en su futuro las risas de los hijos, que él imaginaba en el propio. No existían los planes a largo plazo, las postergaciones, los restrasos, el sopor matinal libre de la culpa que sabe que lo de hoy es posible de ser dejado para mañana. No era posible la ilusión, y la esperanza había sido cuidadosamente abandonada en la puerta de aquel infierno. La miraba porque no podía dejar de compadecerla. Un ser para la muerte, que sabía que iba a morir. Pobrecita. Él, en cambio, desperdiciaba su vida en planificaciones infértiles, en sueños de cambio y en minutos sobrantes.
Terminó la fiesta. Todos se retiraron y él, absorto en sus pensamientos, emprendió el retorno a su casa con un humor trastocado. Quizá ella después de todo era un ejemplo. Con ganas de respirar el aire nocturno, de cuidar los detalles insignificantes, de abrazar amigos, revivir viejos conocidos, se dibujó una sonrisa en la cara y se sintió satisfecho de las posibilidades. Dobló la esquina con una sensación que le llenaba el alma, que le brindaba casi milagrosamente un impulso vital olvidado, pensó en Horacio y dijo en susurro 'Carpe Diem' y sonrió. Esa calle oscura y silenciosa, sin embargo, no le advirtió que aquella noche, él, como todos, era también un ser con los días contados.