sábado, 10 de septiembre de 2011

Los días contados.

Lo primero que sintió fue lastima. No importaba qué tanto le dijeran que lo hacía con una dignidad y una aceptación envidiables, desde que la vio, sabía que tenía los días contados. Su monólogo interior no dejaba de repetirle, como una canción mal grabada, que conocer a una persona en sus últimos días era una cosa demasiado triste. En la paz de sus ojos veía el brillo de una existencia que se consumía, de un ser entregado a la muerte, de un reloj que se marchitaba en una cuenta regresiva. Aún así, más por piedad que por verdadero agrado, la saludó con una sonrisa, apretando la comisura de los labios para olvidar su calvicie semi cubierta por un pañuelo verde, sus ojeras de días agónicos, y los machucones que se dispersaban con tonos violetas y grises a lo largo de los antebrazos.

Se sentó en otra mesa, con otros invitados, gente que conocía, aunque poco, pero no dejó de mirarla. Ella se presentaba como un símbolo de dolor, y de decadencia, era un ser lastimoso, a pesar de su tranquilidad y su sonrisa, porque todos las que la rodeaban sabían que iba a morir. La imaginó con un cabello largo y oscuro, y con un vestido brillante. Era bella a pesar de sus desdichas, pero estaba condenada.

De reojo, toda la noche la tuvo en su mirada. Pobrecita, iba a morir. No había en su futuro las risas de los hijos, que él imaginaba en el propio. No existían los planes a largo plazo, las postergaciones, los restrasos, el sopor matinal libre de la culpa que sabe que lo de hoy es posible de ser dejado para mañana. No era posible la ilusión, y la esperanza había sido cuidadosamente abandonada en la puerta de aquel infierno. La miraba porque no podía dejar de compadecerla. Un ser para la muerte, que sabía que iba a morir. Pobrecita. Él, en cambio, desperdiciaba su vida en planificaciones infértiles, en sueños de cambio y en minutos sobrantes.

Terminó la fiesta. Todos se retiraron y él, absorto en sus pensamientos, emprendió el retorno a su casa con un humor trastocado. Quizá ella después de todo era un ejemplo. Con ganas de respirar el aire nocturno, de cuidar los detalles insignificantes, de abrazar amigos, revivir viejos conocidos, se dibujó una sonrisa en la cara y se sintió satisfecho de las posibilidades. Dobló la esquina con una sensación que le llenaba el alma, que le brindaba casi milagrosamente un impulso vital olvidado, pensó en Horacio y dijo en susurro 'Carpe Diem' y sonrió. Esa calle oscura y silenciosa, sin embargo, no le advirtió que aquella noche, él, como todos, era también un ser con los días contados.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Dios.

Claro que te culpo, Dios,
por la muerte,
por la miseria,
por el dolor.
Si no a vos
a quién;
porque lo hiciste
a propósito
nos diste la razón
y un acertijo que esta
no puede resolver.
Pecamos,
decís,
y nos creas así,
tan nada,
con una facultad
que abarca
tu creación.
No me hables
de decepción,
de perdón,
de rezo,
de redención;
porque te culpo
te culpo a vos,
que fue tu mente
quien nos pensó.

Para qué.

No entiendo esto,
no entiendo,
para qué venir a sufrir,
con el tiempo que hiere,
con lo que duele ser feliz.
Para qué para qué
vivir y no morir,
para qué la esperanza
que deja el alma arañada,
por qué el ser
y no más bien la nada.
Muy lindo el sol,
los amigos
y la risa,
pero todo traspasado
por el dolor,
las despedidas
y las prisas.
Espero el momento
en que un grito al cielo
despierte
a este dios aletargado,
para que mire a sus
desperdicios
y se de cuenta
desde cuándo los tiene
abandonados.

Cuando te vi/eo

Entre las nueve y las nueve y media,
no pasa nada.
Ni cerca de lo que pasa entre las ocho y cero
y las ocho y dos.
Los primeros son minutos perdidos,
insulsos,
amargos, o ni siquiera,
minutos largos,
que nadie quisiera,
minutos de nada,
minutos de espera.
Pero los otros dos,
esos minutos entre que te vi
y te pensé,
entre que fuiste mío
y te perdí,
esos minutos que te sentí,
que te viví,
que te deseé,
esos que valen oro,
que todo el mundo quiere tener,
esos minutos son vida,
son el único tiempo
que nunca jamás se olvida.

Redención.

Para María del Carmen.

Hay un tiempo para esperar,
y un tiempo
para apretar los ojos
bien fuerte
y desear,
desear no haber nacido.
Un momento para arrancarse
la cabeza
del cuerpo,
y tantos momentos
para tenerla bien puesta.
Hay un tiempo,
un tiempo un tiempo un tiempo,
o varios.
Tantos como marque el reloj.
Un momento para disfrutar,
reír, sonreír, gozar,
e instantes de contemplación,
de nada,
de demasiados,
de quietismo, mudismo,
asombro,
de rabia, de rabia.
Y todos esos es un uno,
¿y es mucho, no?
Y aunque a veces no se entienda,
y aunque parezca capricho,
o a lo que se era
ni se haga alusión,
en una nueva obra,
en una nueva hora,
siempre hay un tiempo
de redención.