jueves, 20 de mayo de 2010

A mi maestro.

Vos hablabas de Hamlet, y nos decías, y te decías, y decías que decía "ser o no ser"; y nosotros éramos, y no éramos, como siempre. Y brillaban tus ojos, incluso con el escaso sol que entraba por las ventanas del fondo, y tu vista levantada repetía, y enfatizaba, y te movías por todo el salón, y contigo se movían nuestros ánimos. Y mis ojos aún ciegos, y quizá más videntes, te seguían, y te juzgaban, y en el fondo de sus pupilas marrones, te admiraban. ¿Y a mi qué me importa si soy o no soy? ¿Y a mi para que me sirve? Y hablabas del tío arrepintiéndose de sus pecados, y de la redención, y yo no tenía pecados, o no sabía que tenía, pero buscaba esa redención. Y a mi no me importaba si Hamlet lo mataba ahí y se terminaba ¡ojalá lo matara y se terminaran los quince minutos eternos del reloj de pared! Y hoy, ojalá que no lo mate nunca. Y te seguí, como eso que dice la canción, como las cosas que no tienen mucho sentido. Pero tenía sentido, y ahora lo siento; pero en ese momento no lo sentía, era un juego, y era divertido, y ahora es divertido, pero nunca más va a ser un juego. Y yo me hice desear, porque siempre creí que las cosas buenas se hacen desear, y para ser una cosa buena, hay que hacerse desear. Y me fui lejos, pero me llevaba a Hamlet, aunque ahora también me llevaba a Tinianov, y Jakobson, y sabía que en el fondo ellos tampoco supieron si ser o no ser. Yo no sabía si ser o no ser. ¿Qué querés que te diga? Hoy en día no sé si ser o no ser, pero a mi qué me importa, sigo, porque el ser, qué se yo, el ser me tira más, viste. Volví, y me comía el mundo, pero el mundo me comió, y ahí vos me dijiste La Frase, y desde ahí siempre la tengo presente. Pero Hamlet no mató ahí al tío, porque si las cosas se hacen así sin gloria y con mucha pena no tienen sentido. Entonces vos, para mostrarnos cómo se debía estar sintiendo, saliste de la clase y pasaste por la puerta y miraste un tío que estaba ahí, no estaba ahí, pero para vos estaba ahí, y para los que entendíamos lo que hacías, también estaba ahí. Y yo ese primer día estaba ahí, pero como el tío de Hamlet, estaba y no estaba. Tenía un libro en la mano, pero no lo leía; tenía una idea en la cabeza, pero no la escupía; lo que si tenía, desde el pelo hasta las rodillas, era miedo, ¡ese sí que tenía!; abajo de las rodillas no, porque los pies no los sentía. Y hablé y no sé qué dije, hablaba y no sabía lo que estaba diciendo. Y otra vez, otro reloj de pared que paraba el tiempo. Pero ahora no me contabas una historia de asesinos y de tíos y de reyes, ahora yo contaba una historia de hermanos, y de batallas y de héroes. Pero en realidad no la contaba, no la contaba porque no decía nada, nada de nada. Y terminó: el reloj soltó a las agujas y yo sólo solté las lágrimas, y vos soltaste La Frase, y a mi ahí no me importó, o por lo menos no tanto, y ahora me importa. Y dijiste quince palabras, quince de las miles que decís por día; que decís y que no te aburrís de que se las lleve el viento, pero a estas quince no se las llevó el viento, y el único viento que se las va a poder llevar es el del último suspiro. Y ahí me hiciste profesora, como en un abracadabra de los cuentos. Y ahí me llené de admiración, como la que tenía antes, pero sin el "¿para que me sirve?", y pasé a ser profesora. Me dijiste "el común de los mortales nos tenemos que esforzar para que las cosas nos salgan bien". Pero vos, aunque te esfuerces, no sos del común de los mortales; y mirando a Hamlet, que eras vos, y que yo estaba recordando, pensé que eso quería sentir, cuando el tiempo ya no esté parado y cuando la puñalada sea inevitable. Gracias.